28 May
28May

Estoy bajando la escalera. Uno, dos, tres, cuatro escalones... Ignoro cuántos más serán. Bajo sin alegría, pero aceptando que es una obligación ineludible, una prueba más de las tantas que la vida me ha impuesto para justificar mi paso por el mundo. Siete, ocho, nueve, diez escalones... Miro hacia abajo y la escalera sigue y sigue, es imposible saber hasta dónde continúa. A medida que voy bajando los escalones se van haciendo más estrechos. La iluminación es escasa, me cuesta ver dónde estoy pisando. Pero sé que debo seguir y lo hago. El destino es inexorable y es mi obligación cumplirlo. Veinte, veintiuno, veintidós escalones... Comienzo a cansarme. El dolor recurrente de mi rodilla reaparece y toma la forma de un lento latido en torno a la rótula que un viejo golpe ha desplazado sin remedio. Siento que las pantorrillas empiezan a contraerse por el esfuerzo. Estoy transpirando y mi respiración se va tornando más lenta y fatigosa. ¿Sería posible deshacer el camino, retornar hacia arriba? Echo un vistazo, que me basta para comprobar que es imposible. He bajado tanto que ya el comienzo de la escalera se ha perdido en las sombras y es imposible divisarlo. Me pregunto si faltará mucho para llegar abajo. Pero...¿abajo hacia dónde..? No tengo la menor idea. O sí, tal vez tengo alguna sospecha, que no me atrevo a definir con palabras. Suspiro profundamente y acepto con resignación mi destino. Seguiré descendiendo uno a uno los escalones oscuros, estrechos, empinados y resbaladizos, aún sin saber hacia dónde me conduce esta escalera. Sólo me alienta la ilusión de que allí, en aquel ignoto lugar, alguien me esté esperando para ayudarme a dar ese último paso.

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