El dolor nace de una pequeña semillita en algún lugar recóndito del alma. Empieza a crecer, lenta y silenciosamente, echa raíces, finas y tenaces, que se van hundiendo y extendiendo sin remedio.
El dolor empieza a latir, como un feto fecundado en el vientre materno, y continúa multiplicándose por división celular, ocupando más y más espacio, produciendo estremecimientos, temblores, escalofríos.
El dolor se fortalece, se hace recio, valiente, aguerrido, insaciable. Va llenando más y más todos los huecos disponibles, absorbiendo la sangre, extendiéndose en múltiples metástasis en fibras y huesos.
El dolor se convierte en una compañía constante, ineludible, agobiante. Entonces, el dolor se convierte en lágrimas, en sollozos, en gemidos incontrolables e interminables. Las lágrimas queman los ojos, que se van inyectando de sangre, los párpados se inflaman, el rostro todo se contrae delatando la existencia de ese dolor que se empeña en echar raíces definitivas e insaciables. Cuando las lágrimas comienzan a agotarse, el dolor adopta la forma del silencio.
Y el silencio se convierte en un manto, nos envuelve, nos oculta protectoramente de las miradas de insolente curiosidad de quienes tratan de descifrar qué nos sucede sin poder ayudarnos. El silencio se transforma en un enorme útero protector, donde el dolor empieza a replegarse, a fruncirse, a perder fuerzas, mientras sus raíces se van marchitando poco a poco.
Encogida, en posición fetal, busco la protectora caricia del silencio mientras el dolor se transforma en un latido lento y silencioso en medio de mi pecho. Respirando muy despacio, los ojos apretados para no ver la realidad, dejo que el tiempo siga transcurriendo, en tanto el dolor se diluye en mi sangre y pasa a convertirse en parte de mí misma. Como un feto, que algún día, tal vez, daré a luz.