20 Jun
20Jun

RESPUESTAS PROGRAMADAS

Alberto bajó del colectivo en el preciso momento en que la luz roja del semáforo acababa de encenderse. Aguardó de pie frente a la senda peatonal, calculando el instante en que las señales cambiarían; entonces, cruzó automáticamente, mezclado entre una docena de transeúntes apresurados, atravesó en diagonal la vereda y se detuvo ante la puerta que daba acceso al edificio donde trabajaba, que se abrió al simple contacto de su mano, y avanzó sobre el piso de mármol reluciente como espejo, saludando al portero con un movimiento de cabeza y su peculiar media sonrisa. Se detuvo ante el ascensor, oprimió el botón de llamada y levantó la cabeza para seguir con la vista la lucecita roja que iba indicando en la línea de botones numerados el descenso del aparato. Cuando la luz se fijó en el que señalaba “planta baja” las puertas corredizas se abrieron, él se introdujo en el cubículo móvil y, cuando volvieron a cerrarse, oprimió con su dedo índice el botón que indicaba el sexto piso.    Unos segundos más tarde cruzó el corredor iluminado por poderosos tubos de luz blanca, invadido ya por el rumor de voces de los empleados, instalados ante las hileras de computadoras encendidas. Abrió la puerta de acceso a la oficina y saludó con un lacónico “buenos días”, que acompañó con un ligero movimiento de cabeza para aquellos que no pudieran escucharlo.     La respuesta le llegó al instante, casi simultánea a su propio saludo, en un coro desparejo de “hola”, “buenos días” y “qué tal”, acompañados por una serie repetida de sonrisas indefinidas. Por un momento, Alberto pensó que todo aquello no era más que una escena de ficción. Que, en realidad, nadie había contestado a su saludo por haberlo oído, sino como una forma de respuesta programada ante el ingreso de alguien al recinto. Y que, tal vez, si en lugar de decir “buenos días”, él hubiera dicho cualquier otro par de palabras sin sentido, la respuesta habría sido la misma. Aquella idea le pareció graciosa. Antes de tomar ubicación en el escritorio que le había sido asignado, miró a la joven que ocupaba el lugar más próximo y murmuró, con su habitual tono de vos:    -Qué día maldito, no tengo ganas de trabajar... Y ella, dedicándole una vaga mirada y una sonrisa más vaga aún, le contestó al instante:    -Sí, parece que viene la primavera, es un día muy lindo.      Ahora, la comprobación de su teoría ya no le causó tanta gracia, sino un poco de fastidio. Aquella muchacha le había respondido sin oírle, dando por sentado que él le haría como siempre un comentario sobre el clima. Su respuesta estaba programada y se negó siquiera a considerar la posibilidad de que se hubiera producido un cambio. Se preguntó si sería con todos de la misma manera. ¿Ninguna de las personas que trataba a diario escuchaba realmente sus palabras? Ese mediodía, cuando bajó al comedor del primer piso, se propuso efectuar una nueva prueba. Luego de ubicarse en la mesa acostumbrada vio acercarse a la joven camarera, ataviada con el uniforme verde agua provisto por la empresa.   -Hoy no voy a comer –anunció -. Sólo quiero un vaso de agua con limón y dos aspirinas. La jovencita le sonrió y anotó en su libreta, repitiendo en voz alta:  -Lo de siempre, muy bien, enseguida vuelvo.        Alberto se sintió francamente disgustado. ¿Cómo, lo de siempre? Su pedido habitual consistía en el Menú Nº1 dispuesto para los empleados administrativos y eso no era lo que él acababa de pedirle. Tal como anunciara, al cabo de unos minutos la muchacha puso ante él la bandeja de plástico rojo con tres pequeños recipientes del mismo color y una servilleta enrollada. Después se retiró con la sonrisa serena de quien está seguro de haber cumplido con su tarea.      Disgustado por lo ocurrido, Alberto ni siquiera tocó sus alimentos. Poco después, vio acercándose hacia su mesa a Pérez González, un oficinista del piso superior, que le sonrió apenas antes de preguntar:    -¿Qué tal va el trabajo hoy? Él le devolvió la sonrisa y contestó con acento afectuoso:   -¡Vete al demonio!         El otro pareció no inmutarse. Se ubicó en el asiento de al lado, aceptó la bandeja verde con el menú número cuatro y comenzó a destapar los recipientes. Respondiendo a una hipotética pregunta que Alberto no había formulado, explicó: -En mi piso hay un poco de revuelo porque están haciendo algunos cambios entre el personal de la sección y....         Mientras su compañero hablaba y hablaba, Alberto sentía que su disgusto se convertía en enojo al comprobar por tercera vez en el día que nadie parecía escucharlo cuando hablaba. Todo aquel tiempo –años de trabajo- que había compartido con esas personas, que había creído conocerlas, tener intereses en común, ¿había sido una ilusión de su parte? ¿Habían estado hablando sin oírse, contestando sin saber a qué, acompañándose sin saber quiénes eran los unos y los otros? Le costaba aceptarlo, pero allí estaban las pruebas; tal vez, si seguía intentándolo, hasta podía hallar nuevas evidencias. Y prefirió no hacerlo.    Al llegar a su casa encontró a Elena sentada en el comedor frente a la mesa, batiendo un preparado que debía ser parte de la cena. Lo miró fugazmente y lo saludó con una pregunta apenas murmurada:  -¿Cómo te fue hoy en el trabajo?  -Lo mismo de siempre, pero he descubierto una cosa que me dejó desconcertado...-comenzó Alberto, e iba a contarle a su mujer las dudas que le habían estado torturando durante ese día cuando de repente algo lo detuvo, algo en el rostro de ella, pálido y de expresión ausente, distraída. Entonces dijo:  -Los caballos barren con la cola los salones, las vacas beben vino. Me gusta comer papel tostado...        Esperó un gesto de sorpresa, una mirada alarmada, una risa, cualquier gesto que indicara una reacción de sorpresa; en cambio, ella bajó la vista, movió la cabeza de un lado a otro y respondió: -Sí, ya sé cómo está el transporte, acabo de oírlo en el noticiero. A mí tampoco me fue fácil en casa. Tuvimos un corte de luz, se quemó la aspiradora y no conseguí hilo para zurcir tu camisa.   Alberto la miró horrorizado. Entonces, ¿ella también...? ¿Ella también era, como los otros, una criatura actuando como un autómata, siempre respondiendo de acuerdo con lo esperado sin pensar, razonar ni sentir? De ser así, él podría hacer cualquier cosa, por más disparata que fuera, siempre que lo hiciera con el acento intrascendente, natural y sereno del habla corriente, y recibiría la respuesta que estaba programada para estas ocasiones, aunque no vinieran al caso. “Dios mío, ¿con quién estoy viviendo?”, se preguntó Alberto, mirando a la compañera de rostro inmutable y andar sereno que se dirigía hacia la cocina. -No voy a comer, quiero ir a acostarme...-informó en voz alta. -Está bien, tienes tiempo de lavarte, falta un rato para la cena –oyó que ella le contestaba. “¿En qué mundo, en qué universo vivo?¿Estoy realmente solo...?”, siguió preguntándose Alberto mientras se encaminaba hacia el dormitorio.     A la mañana siguiente, cuando llegó a la oficina, no dijo “buenos días”. Dijo: “muéranse todos”, con el mismo acento que utilizaba usualmente para el saludo. Y las mismas sonrisas, idénticos gestos amigables, igual coro de respuestas le fueron llegando. Intentando dominar su enojo, dejó las cosas sobre el escritorio y se sentó lentamente. En ese momento, su jefe –no el jefe de la sección, sino el jefe de la empresa, señor Duval -, entró al recinto y se dirigió en línea recta hacia él. -Tengo buenas noticias para usted, Alberto...-anunció en voz muy alta y amigable.  -Maldito seas- contestó Alberto, sonriendo. El señor Duval pareció no haberlo oído. -Hemos recibido buenos informes sobre su trabajo en los últimos tiempos y decidimos que ya era hora de concederle una promoción. -No me interesa –comunicó Alberto, conservando su sonrisa y su expresión alegre; pero el otro pareció no oírlo. -Bien, deberá empezar mañana en la gerencia, en el noveno piso. Pensé que podría decir algunas palabras de despedida a sus compañeros, antes de que me acompañe para explicarle el nuevo trabajo.         Alberto se puso de pie, desplegó un par de veces sus brazos por encima de la cabeza, pidió silencio a los bulliciosos grupos de compañeros que rodeaban su escritorio, excitados por la novedad del anuncio hecho por Duval, y comenzó a pronunciar una serie de frases disparatadas, inconexas, absurdas, pero con un tono de voz amable, por momentos alegre, en otros emocionada y vacilante. -Queridos compañeros, no estoy de acuerdo con este ascenso. Tendré más dinero para lavar los platos. Veré a los perros de mi vecino manejando el ascensor, comeré al fin esas ricas tuercas en aceite. Será hermoso no ver más sus caras en este cementerio de autos viejos...        Los vivas y los bravos interrumpían su discurso, mientras el señor Duval lo estrechaba en un abrazo para felicitarlo, en medio de los aplausos de todos. Pero Alberto no los veía. No veía hombres y mujeres, que habían sido sus compañeros durante tantos años; sólo veía una masa de cuerpos moviéndose y cabezas de bocas sonrientes, simples muñecos programados, máquinas carentes de sensibilidad y vida propia. Finalmente, el señor Duval decidió improvisar la improvisada ceremonia. -Bueno, amigos, el señor Alberto va a tener que dejarlos porque debe subir piso undécimo para que se le efectúe un pequeño examen de salud antes de asumir sus nuevas funciones en la empresa.  Alberto no se extrañó ante el anuncio. Sabía que era el procedimiento habitual en caso de ascenso, de modo que reunió con rapidez sus pertenencias de los cajones del escritorio, las metió en el portafolios y salió de la oficina, presidido por la figura autoritaria del señor Duval. Cuando llegaron al undécimo piso su feje lo acompañó hasta la puerta del consultorio, le palmeó amistosamente la espalda y regresó sobre sus pasos, desandando el camino hacia el ascensor. -Siéntese en la camilla –pidió el médico-. Lo he observado un poco nervioso últimamente. Lo estuve oyendo decir algunas cosas absurdas, no sé, un poco locas, sin sentido...-confesó, sentándose a su lado en la camilla y mirándolo de frente, con ojos que invitaban a las confidencias. “¡Por fin!”, pensó Alberto. “¡Por fin encuentro a alguien que me ha prestado atención, que ha reparado en mis disparates, que ha comprendido que no tenían sentido mis palabras! ¡Él sí es un hombre como yo! Podré hablar con él, explicarle lo que me pasa, decirle lo que siento. ¡Él sí podrá entenderme, ayudarme...!”        Pero antes de que pudiera iniciar su confidencia, el médico se levantó de su lugar, rodeó la camilla y, poniéndose de pie detrás de él, comenzó a auscultar su espalda. Sin entender aún qué era, Alberto oyó el ligero sonido metálico que provenía de la parte posterior de su propio cuerpo. -No es nada grave...-fue el comentario optimista del médico -Bastará con hacer algunas correcciones en el circuito impreso, una limpieza a fondo y quedará como nuevo...        Fue entonces que Alberto comprendió, con indecible espanto, que él mismo no era más que un simple robot, creado y programado por los hombres. O, tal vez, por otros robots de una clase superior a la suya. Nunca lo sabría.

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