14 Mar
14Mar

     

La Estrella de David

        La lluvia cae tupida, fina y  persistente y el peso de sus gotas abre finísimos surcos en los canteros del parque y corre por ellos como delgados riachos, siguiendo la pendiente ligera del suelo. Apoyo la frente contra el vidrio de la ventana y siento como la humedad de la calle penetra a través de él y me invade poco a poco. Y con ella, llega la tristeza.     Desde que puedo recordarlo, la lluvia siempre ha tenido este efecto sobre mí, llenarme de una profunda e inconsolable tristeza, de una inexplicable sensación de pérdida, desolación y abandono que me lleva mucho tiempo superar.     Era una de las cosas que intrigaban al doctor Hoffman . Eso y mi obsesión por los judíos. "Todo cuanto hacemos tiene una razón, una causa que le dio origen", solía decirme. "La clave tiene que estar dentro de usted misma. ¿Cuál es el primer día de lluvia que recuerda? ¿Asocia la lluvia con algo en especial? ¿O las nubes, el agua, la humedad, los relámpagos, los truenos...?     Nunca pude encontrar la palabra que lo ayudara a descifrar el enigma. "La lluvia, la lluvia...¿por  qué la lluvia tiene el poder de hacerle tanto daño?", preguntaba constantemente. Con referencia a los judíos era lo mismo. "Por qué se siente identificada con ellos? No, no debe pensar antes de contestarme, diga lo primero que le viene a la mente. ¿Cuál ha sido el primer judío que conoció? ¿Qué tuvo que ver en su vida?¿Alguno de ellos hizo algo importante por usted?". Pobre doctor Hoffman, creyó encontrar la clave cuando le conté del joven médico judío que había atravesado kilómetros de campo una helada mañana de junio sólo para atenderme cuando tuve una infección que puso en peligro mi vida. Pero su teoría se derrumbó apenas supo que desde pequeña había buscado con empeño la amistad de chicas judías de mi barrio y que a los trece años había estado enamorada de un muchacho de familia judía.     "Pero tiene que haber algo, tiene que haber algo...", insistía él, sin poder resignarse al fracaso. "Tiene que pensar, seguir recordando, buscar lo más atrás posible en su pasado. Esta simpatía incondicional, esta necesidad casi obsesiva de buscarlos, de tratar con ellos y defenderlos, debe tener una causa... Y esa Estrella de David, ¿por qué se empeña en usarla, si usted no es una mujer judía..?¿Por qué busca que la identifiquen con ellos?" Él continuaba sacando a relucir las mismas vivencias, analizando los mismos sueños, esforzándose  por escarbar en mi inconsciente en busca de algún recuerdo sepultado vaya a saber por qué razón incierta o absurda. Confieso que su persistencia terminó por hacerme sentir halagada. Hasta que me habló de la hipnosis. "Es la única manera que nos queda de llegar a la verdad", explicó con aire solemne. Entonces, me despedí del doctor Hoffman y no volví a su consultorio. Cuando me llamó por teléfono unas semanas más tarde para saber el porqué de mi comportamiento, le respondí que para mí someterme a la hipnosis era algo así como permitir que me practicaran una autopsia sin estar muerta todavía. Y no quise pensar más en el asunto. Pero ahora, al conjuro de la cien milésima lluvia que veo caer en mi vida, siento renacer ese deseo de entender esta tristeza, de saber cómo explicar este mi apego a los judíos, si toda mi familia ha sido siempre católica y yo solo tengo una vaga -demasiado vaga- creencia en Dios.    Miro la lluvia y me pregunto por qué. Quiero saber la verdad, descifrar el enigma para siempre. Deseo, necesito saber por qué. Murmuro la pregunta, la repito como una plegaria inacabable y permanezco inmóvil, mientras una oscuridad densa y helada va cubriendo el jardín mojado. Una sensación de pesadez y sueño me invade poco a poco, un tremendo cansancio, una necesidad de entrega y de reposo que no puedo controlar.    La boca del túnel me atrae, me absorbe, me atrapa con una fuerza irresistible, y sigo avanzando por una sucesión de túneles cada vez más estrechos y breves, hasta encontrarme con las imágenes. Primero, son incoherentes y confusas; luego, cada vez más claras, como una vieja película en blanco y negro, detallada y vívida, donde soy espectadora y también partícipe y puedo ver y entender a los demás personajes.    El cielo es allí un enorme capote gris extendido sobre los campos, el viento helado sopla sin detenerse y la lluvia cae y cae sin parar... La tierra se ha convertido primero en una superficie de barro negro, resbaladizo y chirle, para cubrirse luego de grandes espejones de agua oscura, cada vez más extensos y profundos. Y la gente -decenas, centenares, ¿miles?- avanza sobre ellos, con las piernas tambaleantes, los zapatos rotos, los pies destrozados; resbalando y tropezando, cayendo y levantándose. Están mojados y sucios, lastimados y sangrantes. Hambrientos todos, enfermos unos, moribundos otros, sin esperanza la mayoría; pero siguen igual, impulsados a obedecer ciegamente la orden que repiten voces despiadadas. -¡Adelante, adelante, apúrense! ¡Caminen! ¡No se detengan, adelante, rápido, rápido...! Y yo estoy allí con ellos...    La lluvia lava el barro que se ha ido adhiriendo a mi cara y mis cabellos en repetidas caídas. Tengo los párpados hinchados, las mejillas lastimadas, los labios partidos... El viento me azota sin piedad y congela las ropas empapadas, que se pegan a mi cuerpo lastimosamente flaco. Siento la sangre menstrual fluyendo en horros finos y tibios, deslizándose luego por mis piernas diluida con el agua de lluvia, mezclándose con el barro que me cubre.    Pero sigo avanzando, obediente a la voz imperiosa de los hombres uniformados. O, quizás, al fatalista destino de mi raza. "En caso de que no obedezcan Mi voz, serán perseguidos y dispersados sobre la faz de la tierra..." Y entonces, ¿es nuestra culpa, Señor? ¿Son ellos los que nos persiguen y nos odian, o eres Tú quien nos ha condenado? ¿Es esta continua agonía el camino hacia el destino de una muerte justa y merecida, por haberte fallado...? A mi lado cae un muchacho. Su cuerpo es una masa deformada por los golpes que ha ido recibiendo en el camino; golpes para que se apresure, para obligarlo a levantarse cuando cae, para forzarlo a apurar el paso nuevamente. Hay  moretones en su rostro. Tiene un ojo cerrado por la hinchazón y de los labios rotos mana una lenta corriente de sangre. Sus ropas son guiñapos cubiertos de barro, empapadas, sanguinolentas; sus manos -apenas un montón de huesos largos y débiles- se aferran a mí en su trayecto al suelo, de cara al fango, sin un gemido, y el soldado que ha venido hostigándonos le da una patada.    Yo no puedo llorar, no siento compasión de nadie. Sigo adelante, con el mismo ritmo bamboleante que he adquirido entre resbalones, golpes y nuevos empellones. El muchacho ha quedado allí, hundido en el surco, seguramente muerto por la bala cuyo estampido oí sonar a mis espaldas. Pero qué más da, qué importa... El aquí, otros más adelante, yo quizás al final del camino. Si es que llego... Porque a pesar de la negación obstinada, todos sabemos de manera instintiva -uno siempre sabe estas cosas- que vamos hacia la muerte.    El soldado que camina a mi lado es apenas un muchacho. Está muy pálido y sus ojos son claros, casi transparentes, como los de un niño pequeño; pero hay odio en su mirada, furia, enojo. Tal vez se pregunte por qué debe estar aquí, tan mojado, hambriento, agotado y sucio como nosotros, sólo para conducirnos hacia la muerte. "Malditos, malditos judíos...¿Por qué no los matamos al salir del poblado? Habrían cavado ellos mismos sus fosas, se habrían tendido lado a lado y todo estaría concluido ya..." El barro salpica su uniforme y tiene un aspecto miserable, pero siente la seguridad que le da el arma en la mano y puede desahogarse con gritos, maldiciones y amenazas.    Me duelen los pies, tengo hambre, tengo frío, quiero llegar. Estoy cansada, tengo sueño, no resisto...Quiero llegar, adonde sea: un camión, un tren, una celda, una barraca, una fosa... Terminar con este sufrimiento, olvidar, dejar de sentir frío, olvidar, perder este cansancio, olvidar... Acabar con el dolor, olvidar. Pero sobre todo, olvidar para siempre, olvidarlo todo... Mi casa, mis lecciones de piano con mi hermana Ada, la voz ronca de mi padre orando por nosotros antes de irnos a dormir, aquella sensación de paz, seguridad, confianza en la vida. El desconcierto nos invadió cuando se llevaron a los primeros judíos y comenzaron los rumores de peligro que nos negamos a creer. El miedo, cuando el odio comenzó a ser una sombra permanente en los ojos de los que antes nos saludaban con una sonrisa y las familias del barrio sur fueron llevadas en un enorme camión con sus estrellas amarillas prendidas en el pecho... y nadie supo decir adónde iban.   Olvidar, olvidar...Olvidar el día que mamá entró a la casa corriendo y nos gritó que metiéramos alguna ropa en una bolsa y nos obligó a salir por la puerta del fondo con urgencia, sin explicaciones, empujándonos, con su cara blanca como una máscara de yeso. "¿Y papá? ¿Y papá...?", preguntábamos, lloriqueando, mi hermana y yo, mientras corríamos agachadas contra las paredes de las casas, en el anochecer poblado de ruidos de camiones que bajaban por las calles empedradas y golpes en las puertas. "¡Salgan, salgan...!", gritaban. -¡Caminen, vamos, caminen...!¡Adelante...!-grita el soldado con cara de niño, empujándonos. Adelante hacia dónde, adelante hacia qué, adelante hasta cuándo, me pregunto mientras hundo mis pies tumefactos en el barro pegajoso y mis últimas lágrimas-vienen sólo con los recuerdos- se diluyen con el agua dulzona de la lluvia, ahora un poco más serena y lenta.      Estuvimos escondidas en un viejo establo y pasamos la noche acurrucadas en un rincón oscuro y oloroso a bosta y a caballos. Al otro día, cuando mamá salió a pedir ayuda a una familia protestante que había sido amiga suya en otros tiempos, los soldados que pasaban vieron a mi hermana junto al hueco de la puerta derruida, espiando hacia la calle. No grité cuando vi que la arrastraban de los cabellos a través de la calle, ni cuando llegaron los gritos de ella y las risas burlonas de los hombres que la estaban violando. Y sólo tenía doce años...    Cuánta impotencia, cuánto dolor, cuánta vergüenza... No haberme atrevido a defenderla, ni a gritar, ni siquiera a dejar que me encontraran para compartir con ella ese destino que ahora, fatalmente, me ha alcanzado.    Pobre madre, moribunda, agobiada por el sufrimiento, tratando de guiarme de todos modos a una forma de huida que existía solo en su imaginación y en su deseo. Y yo, pese al espanto, la culpa y el miedo, luchando todavía  con una irrenunciable rebeldía por lograr el tiempo suficiente para conocer el sentido de la vida, para saber cómo era enamorarse y qué se sentía haciendo el amor, llevando un hijo en las entrañas, dándolo a luz, viéndolo crecer día a día.    Hasta que vi a mi madre helada y quieta, dormida sobre el suelo desnudo de la casa en ruinas donde nos habíamos refugiado, y no pude despertarla con mi llanto, ni con mis caricias, ni con mis ruegos. Recién entonces acepté mi destino.    Me encontraron dos días más tarde, sentada junto a su cadáver, aguardando. Me empujaron en el camión con los otros que habían reunido en la última recorrida por las calles, todos igual que yo, vencidos, flacos, miserables y hambrientos, con sus estrellas amarillas sujetas al pecho resignadamente. Sin rebeldías. Sin vergüenza. Con una antigua y acendrada integridad que nadie podría destruirnos.    Y ahora vamos a campo traviesa hacia la muerte.     Ya no tengo miedo, ni dolor, ni lástima por mi destino. Ya no me rebelo. Estoy tan cansada que no puedo sentir nada, sólo una ligera sensación de alivio cuando aparece allá a lo lejos la línea de vagones esperando. "¡Formen fila, vamos", ordenan los soldados. "Ya están llegando. Van a tomar una ducha caliente, se pondrán ropa limpia y les daremos un poco de sopa antes de seguir". Hay un murmullo de alivio que surge de los más fuertes -que se niegan a aceptar lo inevitable de la muerte- y de los más ingenuos, que se aferran con facilidad a la menor esperanza. Yo los miro y pienso, los miro y callo. Confío en que no haya otro destino. No más hambre, ni golpes, ni nuevas caminatas, insultos, violaciones... Confío en la llegada piadosa de la muerte.    Y aunque intuyo vagamente la oscura presencia del pecado -la vida es sagrada para nosotros, sólo Él puede quitarla-, eso tampoco me preocupa demasiado. Si ya no tengo pies, sólo un montón de huesos que apenas me sostienen, si ya no soy más que un guiñapo que recuerda a un ser humano. Nos desnudamos obedientes. "No van a bañarse vestidos, ¿verdad?", preguntó el soldado. Hombres y mujeres, el sexo es sólo una diferencia estructural de nuestros cuerpos, que a nadie interesa. "Suban, suban... vamos, así ganan tiempo, ¿acaso no quieren tomar sopa?", bromea el soldado con cara de niño, animado por la idea de quitarse el uniforme mojado y sucio y tomar (él sí), algo caliente, que lo reconforte y lo consuele.     Subo al vagón, oprimida y empujada entre mujeres y chicos. Y cuando las puertas se cierran con un chirrido metálico, compruebo que está demasiado oscuro para ser un baño y aspiro con avidez este olor ácido y áspero que brota de alguna parte...     Surgen los primeros gritos. Las madres suplican por sus hijos, algunas lloran con largos sollozos lastimeros. Los gemidos de horror de las más viejas serpentean ahogados entre las cabezas que se sacuden con rebeldía, los cuerpos que se estremecen, los brazos que se agitan y golpean las paredes, las piernas que patalean con una mezcla de impotencia y rabia, con una fuerza que cualquiera hubiera jurado ya no podían tener.     Yo permanezco en el medio de ellas, inmóvil y muda. Respiro lenta y profundamente, lo más profundo posible, porque sé que así el final llegará más rápido. Ya no duele nada, ni siquiera los recuerdos. Lo único que hubiera querido saber es, al menos... por qué nos odian tanto... y por qué...Jehová... por qué... nos has desamparado.   La lluvia ha cesado casi totalmente y el viento helado que sacude las plantas del jardín se filtra por las hendijas de la ventana, estremeciéndome. Mi cara está empapada por el llanto y el dolor de los recuerdos me ha dejado una sensación de cansancio y congoja. Apreto entre los dedos la estrella de seis puntas doradas, que un día colgué en mi pecho sin poder razón alguna: ahora la he hallado. Ahora sé quién soy, doctor Hoffman. Ahora he conocido la fuente primigenia de mi identidad, la que "ellos" creyeron destruida por la muerte y sepultada para siempre en alguna oscura y húmeda fosa común, olvidada entre la inmensidad de nombres y el peso de los tiempos. Ahora ya sé qué, igual que mis hermanos, hemos retornado. ***

 

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