El ave solitaria Ocurrió una tarde tibia de primavera. Miré a través de la ventana y lo vi allí, haciendo equilibrio sobre los cables de la luz que se extendían a lo largo de la calle. Era un pajarillo pequeño, que se movía con la naturalidad del que ha sido dotado para estar en las alturas sin miedo, disfrutándolo. De pronto, empezó a cantar, con trinos llenos de gracia y armonía, que se elevaron hacia el cielo y se sostuvieron en el aire. El canto del ave me hizo sentir reconfortada y permanecía en el mismo lugar, contemplándolo. Había algo en aquella pequeñísima criatura, algo trascendental, y sin embargo simple, que me hizo sentir atrapada por una extraña fascinación. ¡Parecía tan frágil el ave! Me pregunté si estaría cantando porque estaba contento, como habitualmente lo hacemos los humanos. ¿O su canto no era otra cosa que un llamado, convocando a otro pajarillo que quisiera acompañarlo en su soledad? Dejé el tiempo correr contemplando la escena. El pajarillo iba y venia sobre los cables, avanzaba y retrocedía, y cantaba, cantaba... no dejaba de cantar. De pronto, con un aletear ligero y silencioso, un ave semejante se posó a su lado. Se miraron –¿O tal vez, solo me pareció que se miraban?- y luego de unos minutos, empezaron a cantar al unísono. Después, emprendieron el vuelo juntos. No sé por qué aquella escena me dejó tan conmovida. Quizás porque entendí las razones del canto del pájaro, y entendí, también, que por medio de ese canto había encontrado quién acompañara su soledad. Alguien como él. Alguien para volar juntos, hacia el cielo azul iluminado por la esperanza***