Fue armando la valija despacito, colocando cada prenda con cuidado, casi amorosamente, como si temiera que fuera a desaparecer entre sus dedos si la doblaba demasiado a prisa o sin prestarle la debida atención a cada uno de sus pliegues. De repente, cada pieza de ropa iba cobrando identidad propia, despertando recuerdos que hasta entonces parecían no haber sido importantes. El vestido azul, que le había obsequiado su tía Alcira. El pantalón vaquero que vestía el día que conoció a Dardo, y que había usado tan pocas veces porque enseguida aumentó de peso y le ajustaba demasiado. El pulóver tejido por su madre, con aquellas gruesas torzadas que se entrecruzaban en la delantera y en el centro de las mangas. La camisa escocesa que Dardo le había obsequiado una tarde, cuando paseaban mirando las vidrieras del centro y ella le comentó que le parecía hermosa. El vestido que se había comprado con su primer sueldo, que en un comienzo le resultaba demasiado amplio y con el correr de los días y las variaciones de la balanza llegó a parecerle insoportablemente ajustado, y tuvo que dejar de usarlo. Pero ahora lo incluía en su equipaje, porque seguramente en España iba a extrañar las comidas argentinas, sobre todo el asado de los domingos, las facturas de manteca que hacía la tía Zulema, y que infaliblemente acompañaban el mate de las tertulias familiares; y los raviolones de su abuela, con ese relleno que la anciana había conservado como un secreto de familia y nunca había accedido a confiar a nadie. Y eso, sumado a la nostalgia y al trabajo, iban a ayudarla a adelgazar. «Todos pierden peso cuando se van a vivir al extranjero, sobre todos los argentinos, que le dan tanta importancia a la comida», había dicho don Ramón, el almacenero español que luego de quince años atendiendo el mostrador de su despensa en Parque Patricios decidió cerrar y marcharse de regreso a su tierra natal, cuando le robaron por décima vez todo el dinero trabajosamente recaudado a lo largo del día. Y su tío Mario, que había partido hacía ya tres años y enviaba fotografías desde su nuevo hogar, de verdad que lucía muy delgado, casi flaco, «piel y huesos», como gustaba exagerar la abuela, que aún conservaba como imagen de belleza la figura regordeta y los rostros redondeados de los retratos antiguos. Alguna de aquella ropa ni siquiera le sentaba, pero seguía guardando prenda tras prenda, acomodándolas con movimientos que se parecían a caricias, inclinándose sobre la valija para mirarlas de cerca, porque cada vez le costaba más distinguir si los pliegues iban o no quedando como correspondía. Se enjugó las lágrimas que empezaba a rodarle por las mejillas con el reverso de la mano. Qué dirían sus amigas si supieran que lloraba mientras hacía las valijas, ellas, que desde que empezó a contarles de los preparativos de su viaje comenzaron a revolotearle alrededor con risitas emocionadas y nerviosas, como si lo que estaba por ocurrirle a ella fuera algo digno de envidia. «¡Vos sí que tenés suerte, Chabela!», había dicho Susana. «Tener un tío en España que haya sido capaz de conseguirte un empleo, y que puedas irte así, con todos los papeles en orden, sin incertidumbre ni miedo, como se fueron tantos otros...». Era suerte, sí. Así lo veía todo el mundo: sus padres, los vecinos, las ex compañeras de trabajo, las que fueran sus compañeras de estudio; una verdadera suerte. Sobre todo, aquello de tener un empleo donde ganaría un sueldo decente, ir acomodando su vida al nuevo entorno, y enviar dinero a sus padres, acosados por las deudas y las privaciones de meses sin trabajo, con la sombra de la depresión rondando sombríamente y el miedo a caer enfermos convertido en un acoso despiadado e ineludible. Pero también estaban las pérdidas, las despedidas, las calles familiares que ya no recorrería, la gente que ya no volvería a ver quién sabe hasta cuándo, los sonidos familiares del televisor, del motor de la vieja heladera, de la máquina de cortar pasto y, sobre todo, la mano cálida de su madre acomodándole el cuello del saquito de lana, la mano áspera del padre extendiéndole un mate, la mirada crítica de la abuela examinando su peinado, su ropa, su maquillaje. Los aromas familiares del café recién hecho, del jazmín florecido, del pasto recién cortado, de la tierra humedecida por la lluvia, del cabello de la abuela cuando se inclinaba a darle un beso. Los aromas de su vida, que fueron partes de su infancia, de adolescencia, de sus alegrías y de sus tristezas, ahora pasarían a ser parte de su nostalgia. Sintió una mano apoyada en su hombro. Era su padre, que había ingresado a la habitación tan silenciosamente que ni siquiera advirtió su presencia. «Te traje un mate, hijita», murmuró el hombre, desviando la mirada para fingir que no había notado las lágrimas que empañaban los ojos color miel de Chabela. Los dedos de la joven estaban fríos y temblorosos, pero sostuvieron el mate con fuerza, aferrándolo como un ancla que la mantenía unida a ese mundo que empezaba a escapársele poco a poco. Sorbió un trago del líquido caliente y dulce, y se volvió para sonreír al hombre, que la miraba con timidez, tal vez temiendo descubrir la profundidad del dolor que iba materializándose en el alma de la hija que en pocas horas más partiría camino a Ezeiza. Aquella era la última valija. En un rincón del cuarto, alineadas en torno a la mesita de luz pintada de blanco, aguardaban las otras maletas, algunas preparadas ya con varios días de anticipación, y la caja prolijamente empacada que contenía algunos recuerdos personales que Chabela había ido escogiendo con cuidado en la semana previa al viaje: algunos libros, cuadernos con apuntes de vida, albumes fotográficos, objetos, regalos, algunos cuadritos que habían adornado su cuarto infantil primero y su habitación de muchacha soltera más tarde, una colección de postales de Argentina, un par de juguetes que atesoró en su infancia. Encima de la caja, cubriéndola protectoramente, el poncho rojo y negro, último obsequio del abuelo Tomás antes de despedirse de este mundo, que Chabela pensaba llevar sobre los hombros al ascender al avión que la llevaría al aeropuerto de Barajas. La madre entró también, despacito y en silencio. Mirando a la hija sonrió, con esa sonrisa dulce y serena que le transmitía tanta paz. Ella fue la que más se había resistido a la partida de la hija, pero la fuerza de la realidad terminó por sobreponerse. Había visto el cansancio de la joven cada noche, al regresar de horas de búsqueda vana de un trabajo; había sido testigo de su desilusión, de su agotamiento, de aquella impotencia que tantas veces lloró refugiada entre sus brazos, como antes había sido testigo de sus años de estudio y de esfuerzo para ser la mejor, superar a sus compañeras y superarse a sí misma y alcanzar un nivel académico que le permitiera ser una profesional capacitada. Todo aquel esfuerzo no podía haber sido en vano; la hija debería volar, y ella decidió abrir los brazos para dejar que se marchara, aun temiendo no volver a verla en años. O tal vez nunca. La hora de la despedida era demasiado cercana ya, y no podía permitirse el lujo de llorar ante la hija. Más bien, sabía que era el momento preciso para animarla, para ayudarle a recuperar la visión bella y optimista de su destierro: podría trabajar en lo que tanto le gustaba, podría ganar dinero para ayudar a su familia, podría reencontrarse con su tío Mario y conocer al sobrinito que sólo había visto por fotos. Podría conocer muchos lugares nuevos, y a gente hospitalaria y amable que la ayudarían a adaptarse a un estilo de vida distinto, tal vez hasta encontraría el amor en España. Posiblemente ése era su destino, y entonces todo el dolor de la partida pasaría a ser una anécdota para recordar con una sonrisa. «Sí, por qué no, hija mía, no tenés que estar triste, si la vida no termina acá, quién sabe cuántas cosas buenas e importantes te esperan en España...» Chabela escuchó la voz cálida de la madre, acompañándola mientras doblaba y guardaba las últimas prendas, mientras cerraba la última valija y le adhería la etiqueta con su nombre y su destino. Cuando se volvió, su padre y su madre estaban de pie detrás de ella, contemplándola con expresión de amorosa preocupación. «Están por quedarse solos, y se preocupan por mi dolor, hasta tratan de consolarme», pensó la joven, sintiendo que la emoción que había ido creciendo en su interior a lo largo del día se desbordaba como un río de montaña con la llegada de los deshielos, sacudiéndola en incontenibles sollozos. Mientras el torrente de lágrimas corría por su rostro, sintió que los brazos de sus padres la rodeaban, estrechándola apretadamente, como cuando era una niña pequeña que temía su primer día de clases. Se enlazó a ellos y lloraron los tres.